martes, 26 de diciembre de 2006

PLANIMÉTRICO (3) Sobre “La curva del eco” (1998) *

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Insertar la palabra, desmentirla hasta el tuétano es la mecánica, la política de Reynaldo Jiménez en este libro apenas azul publicado por tsé-tsé, texto cuyo propósito pareciera ser el de desmalezar el núcleo de la palabra en funcionamiento.

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Decir “propósito” tal vez no sea adecuado, ya que nada estaría inscripto de antemano. “La curva del eco” muestra un desdecir de la frase devenida verso y vuelta frase, en un doble movimiento de regreso-salida-regreso al punto de partida.

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Lo que gobierna a este texto es el sentido del fade, es decir, una manera sigilosa de retirar el sonido y despojarlo de atributos, hasta hacerlo pura circunspección.

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Y también regresarlo, hacerlo evolucionar: de la nada completa, discoidal, al ruido posible, al entramado fijo y deslizante, con el respaldo de palabras que arman un arco voltaico fantasma, que reverbera.

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La escritura se dirige así hacia el silencio, del que se sale en oleadas de interferencias, irrupciones, bordeando con mucho el perímetro del poema.

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La índole del eco supone la eventualidad de poner en escena ese fade que lo instituye.

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Se trata de propagar una frase o un grito sobre el desplazamiento de la masa de aire, hacia ese vacío de aire con cierto sentido de finitud, aunque también de renuevo, en los distintos planos de repitencia que sobrevive a toda resonancia.

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En uno de sus poemas, “Bazar en el retablo”, dice: “un segundo después se achica el tiempo/ me empino hasta su borde para escucharlo/ y me rasca de su abollado fondo/ de continuo perderse y de estar cierto”.

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Esa resonancia antimimética de los poemas de Jiménez sucede entre los remanentes de un mismo pliegue infinito, donde la búsqueda del centro de atención del poema se desintegra a medida que avanza, revira, transcurre hacia adelante.

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Reynaldo Jiménez no trabaja montado en la mecánica de la dispersión. Por lo contrario, en “La curva del eco” interesan el sustento informe que los amplifica. En ese sentido, el constructivismo verbal de esos textos se vuelve horizontal, se desentiende de cualquier énfasis meramente poético, y atrofia cualquier impacto de cristalización.
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Cambio de centro y confianza en la superposición que no conduce a una irrelevante polisemia, porque no hay tal cosa.

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Las imágenes cargan sentido por sí mismo, no reproducen otra cosa que la forma que las contienen. Es un arco de sal movido por Lezama, pero en fotograma.

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No estamos frente a un poeta de la proliferación (aunque a simple lectura eso pareciera), sino de la dilación.

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Jiménez intenta retrasar la salida de las palabras con el objeto de evaluarlas a medida que suceden, y establecer con ello un ritmo por orden de aparición.

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La sensación de suspensión de la lengua, como si el texto y sus voces acordaran un pacto temporal, en ralenti.

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“La curva del eco”, entonces, afianza cierto camino de ascensión de la poética de Jiménez, aunque se trata de una elevación hacia los márgenes, como la superficie de un estanque aún no conmovido por cualquier otra presencia que no fuese un litigio templado.

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Los textos de Jiménez muestran cómo se puede inscribir una escritura por fuera de los acontecimientos que la menguan, haciendo oídos sordos a cualquier aspiración normativa de la lengua.

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Por eso, el autor de “La curva…” se incluye en una familia poética alejada del sentido de frontera que tanto disgusta a nuestro autor.

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Así, con todo ello, instala una heráldica, o mejor, “un código de segundo grado”, como dice Nicolás Rosa.

* En base a una reseña publicada en Vox Virtual Nº 1, 2000, con el título “Lento Fundido”.

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