domingo, 14 de septiembre de 2008

Matriz

En una excelente nota de Heriberto Yépez sobre cómo se revela el poder del matriarcado en las acciones de campaña de los candidatos estadounidenses, el escritor mexicano analizaba el poder simbólico de las mujeres, encarnado en la sustancia psíquica que totaliza a cualquier persona desde su nacimiento. El artículo del autor de El imperio de la neomemoria intenta advertirnos de una fachada: la de los dos candidatos simulando predecir en sus discursos, que no habrá mayor poder del que ellos son capaces de detentar, cuando, según Yépez, en verdad son la cara más fidedigna de un magma que apenas se percibe pero que sí ejecuta, y ese es el del poder del matriarcado. El término en sí mismo consigue bifurcarse, toma dos ramas de un mismo árbol relacional. Por un lado, matriarcado se explica desde la matrilocalidad, concepto usado por la antropología para describir sociedades en donde la autoridad maternal se basa en relaciones domésticas. De esta manera el esposo se une a la familia de la esposa. El patrón común, según el hombre contemporáneo, parece ser otro, inversamente proporcional. Pero no es así, y lo sabemos. Pensemos, aquellos que estamos casados o en pareja desde lustros, quién es Mahoma y quién es la montaña en nuestro receptáculo de flujos, que no es otra que cualquier unión de hombre y mujer, y enseguida, claro, hacia dónde nos dirigimos finalmente. La idea no es advertir sino comprender, en términos de poder real, quién es quién en estas fusiones. En un segundo concepto, el matriarcado se comprende desde la matrilinealidad. Según se dice, en ese concepto el hijo es identificado en términos de su madre, en lugar del padre: la vida de una persona se referencia alrededor de líneas sanguíneas femeninas. Si es verdad que no hay un sujeto concreto anterior a lo simbólico, como diría Lacan -aunque con la voz prestada de Aira-, entonces todo movimiento psíquico es parte de un mito que se repite, porque ese es su destino cromosómico.
Pero el imperio de las mujeres es un contra-imperio, es decir, una super-reforma que traza el parentezco en términos de desposesión: al soltarle la mano, el hombre es separado de su sitio en la cabecera de la mesa, y así hasta la desclasificación de cualquier valor suyo, sobre todo de aquellos que soportan plenos poderes para sí mismos, haciendo más vulgar una retirada que debiera ser estratégica. Es tan sencillo observar a un hombre desposeído por una mujer: el tipo dice groserías, se cree impune cuando presenta lo que supone son cualidades de género. Además, insulta. Y para Yépez (era hora que volviésemos un poco a él; en definitiva, esta cháchara partió de su muelle tijuanense) "los insultos no son más que clichés. Casi siempre la basura mínima del patriarcado". Sin embargo, estos apuntes superbásicos de comportamientos no logran acercarnos ni a lo mínimo a esa idea del matriarcado aludida por el escritor mexicano. El matriarcado, parece decirnos, es una proyección de la estructura psíquica, no una conducta. Al menos no una conducta de las mujeres, sino un síntoma vuelto después comportamiento en el género opuesto. Por lo tanto, la cuna contemporánea de ese neo imperio de las damas, habría de entenderse en la cantidad de efectos uterinos que acumula el hombre y luego los pone a jugar como propios. El hombre tiene un psiquismo prestado, y si no es del todo así, por lo menos lo comparte, o está particionado; o mejor: tiene memorias simultáneas emergiendo sin temporalidad. Y entonces encontramos, de pronto, la matriz del asunto: la ausencia de tiempo es la desafectación de un tiempo primero, donde nada hacía prever una expulsión, un exilio del mundo líquido, de esa "celda oscura" a la que hace referencia el limitado John McCain, citado en el artículo de Heriberto Yépez. Es probable que el hombre no sepa cuándo ni cómo el tiempo se volvió un esquema de superficie (un reloj, una tarjeta laboral, un celular, etc.); no sé por qué, pero sospecho que las mujeres entienden la vida intrauterina como un seminario gratuito, y que el nacimiento es un egreso en el sentido académico, aunque también en el sentido literal. Así, ellas nunca se sintieron expulsadas del mundo, sino no reconocidas. El hombre sólo reconoce que nada entiende a lo que refieren; y por eso, cada día, nos lleva a preguntar qué tipo de entretenimiento había en la preexistencia.

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