martes, 16 de septiembre de 2008

Siga la flecha ------------------------------------->

Desaparecer de esa manera es fastidioso; así que mejor hablemos algunas brevedades sobre la obra de Edward Hopper. Nació en 1882 y terminó sus días en 1967. Era un gran pintor; aunque para algunos (Clement Greenberg) sólo era "sencillamente un mal pintor. Pero si fuera un buen pintor, probablemente no sería tan gran artista". ¿Qué es eso de ser pésimo en un rubro pero, al mismo tiempo, parecer extraordinario, si caemos en las salvedades que habrían de tomarse en cuenta? Claro que la frase de Greenberg tiene su punto de conexión; es que sucede esto: se siente un gran cansancio, un hartazgo mental, y por lo general aparece (convengamos que se trata de una fatiga abstracta, real sí, pero las hay peores, más existenciales, o hemodinámicas) cuando la crítica cree sostener las debilidades evidentes de procedimiento de un artista para rescatar a un genio. Porque se supone que el genio manifiesta lagunas variables y que esas islas de inconveniencia son parte de un funcionamiento que aparece debilitado, pero más allá de eso, debe leerse como perfecto. Existen ejemplos en nuestra literatura. Desde Juan Filloy hasta Salvador Irigoyen, e incluso el enorme Wilcock, algunos escritores fueron tomados como fenómenos que funcionan para una lectura posterior al acontecimiento. En algunos casos ese acontecimiento es la muerte; en otros, la escritura misma. Son artistas huidizos porque, a veces sin proponérselo, su vanguardismo emerge en momentos donde la crítica está hastiada de productos basados en la inmediatez de la representación. Pero Roberto Arlt es el caso, sin duda, del escritor revisto como genio; y Hopper parece ser otro. Pero los dos son casos de una crítica: Art era desprolijo, ignorante, un diamente en bruto al que se le perdonó, a partir de determinado revisionismo crítico, escribir mal; en tanto, Edward Hopper era entendido como un excelente dibujante, no un plástico (lo mismo podría decirse de Escher, aunque digamos, para ser sinceros, que existe en los climas de Hopper una sustancia humana más allá de la inclusión del dibujo como fórmula única). Se han escrito cantidades con relación a esta confusión paradigmática. Art, genio/analfa; Hopper, genio/decorador. Creo que si existe una noción moderna de genio, separada definitivamente de su lámpara, sólo se sostiene por la presunción de inocencia de una crítica desilustrada. Con Hopper no sucedió lo mismo, aunque la cuestión no era quién lo atacaba sino qué parte de sus retratos del agobio eran más o menos norteamericanos. Si vemos algunos films de David Lynch (Lost Highway y Wild at Heart), o Don't Come Knocking, de Wim Wenders, la respuesta nos exime de repreguntas. Hopper explora, con su mirada en apariencia racional (las formas rectilíneas siempre arriman la misma confusión), paisajes sin urbanizar para personas lejos de la urbe. Luces y sombras, y esos contrastes de naturaleza firmes prolongan la creencia de que un mundo existió antes o después de esa pintura. Sería adecuado involucrarse con el libro que escribiera Mark Strand (Hopper, Lumen, 2008) sobre este plástico, para disciplinar aún más el ojo a la mirada de un lírico como el maestro canadiense.
La crítica Lauren Monsen hace la ineludible referencia a “Nighthawks”, de 1942, una de las pinturas más célebres de Hopper, y compara su ambiente al de un film negro. No se puede decir que no exista razonabilidad en su asociación, pero me resisto a creer que siempre funcione la misma pertinacia entre distintas maneras de atender regímenes de improvisación. Para Monsen, esa pintura es enigmática. Yo la veo desoladora, como si se tratase de cualquier trabajo de Giorgio de Chirico, siempre calificados de enigmáticos, y la mayoría de las veces, también onírico. De las cuatro personas dibujadas en "Nighthawks" (una pareja, un hombre de espaldas y el mozo, todos en un bar), a ninguno le confiaría un secreto. No se trata de tomar precauciones, sino de preservar el misterio; y los cuadros de Hopper transmiten la certeza de un equilibrio agotado por la intervención del misterio. Por eso la mirada no debe adelantarse a la valoración, y posibilitar así futuros equívocos en una obra como la de Hopper: no hay un "trabajo enigmático" en Hopper, sino territorios descriptos para incrementar una realidad en suspenso. Lo mismo en un coctel donde el barman coloque, sin impudicia, lo mejor de Cormac McCarthy y los restos de un ataque marciano al estilo la Guerra de los Mundos, es decir, sin estilo. Pero no es tan sencillo obtenerlo. No basta con ser un gran artista. Y no se entiende por qué anudarse la corbata es un fastidio tremendo. Nueva aclaración: quien quiera leer datos sobre el the end de un pobre diablo talentoso como D.F.W., por favor remitirse a los archivos electrónicos, o bien gráficos. Yo no quiero. Siga la flecha.

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